Queridos amigos y lectores:
Hoy quiero compartir con vosotros un extracto de mi novela La última vuelta del Scaife. Quizá no es mi obra más conocida, aunque sé que quienes la han leído le tienen un especial cariño. Lo he dicho en muchas ocasiones, este es mi hijo el amado, porque fueron dos años de duro trabajo y porque creo que resultó una historia bella, universal e intemporal. El texto que os traigo, en su esencia, es de rabiosa actualidad.
Espero que os guste.
***
En el camarote del Woermann, mientras los protagonistas de La última vuelta del scaife viajaban a África del Sudoeste, surgió una conversación entre un judío ortodoxo y un sacerdote católico.
«El padre Marcus fue mi compañero durante gran parte del largo viaje, resultaba muy grato amanecer con sus cordiales buenos días. Los demás ocupantes del camarote también se mostraban contentos de tenerlo entre ellos. Siempre dispuesto a servir y a mantener una buena conversación. Tuve oportunidad de entablar con él muchos diálogos que para mí fueron muy reveladores.
Yo era un joven callado, quizás porque me gustaba escuchar, pero con el padre Marcus intervenía en las conversaciones, incluso acaloradamente, con mucha más frecuencia de lo que era normal en mí.
Una mañana, nos encontrábamos hablando en el camarote de las diferencias de nuestras respectivas religiones y le pregunté:
–¿Por qué los cristianos están tan convencidos de que Jesús fue el Mesías?
El sacerdote, sorprendido por mi directa y clara pregunta, adoptó un gesto más circunspecto de lo que era habitual en él y me contestó:
–No nos faltan razones; razones que avala la Torah que viaja contigo. Según quien la interprete, claro está. Por eso, también tú, que sé eres un estudioso de ésta, encontrarías otras muchas con las que argumentar lo contrario. Quizás no sea esa la cuestión, aunque podríamos discutirlo. Yo creo que la pregunta sería por qué nos empeñamos en agarrarnos a aquellas cosas que nos diferencian entre nosotros si estamos de acuerdo en lo importante. Es posible que tengamos miedo, miedo a perder nuestra identidad.
–Nunca lo había visto de ese modo –dije con curiosidad.
Pero el padre no había terminado y no quería acabar el comentario sin decirme esto último:
–Si yo aceptara tu credo dejaría de ser católico, lo que siempre he sido, algo que me ha permitido formar parte de un grupo que me ha marcado y guiado toda mi vida, para pertenecer ahora a otra comunidad que al fin y al cabo adolece del mismo defecto que la mía: basar su evangelización en todo aquello que la diferencia del resto de las religiones y no en el credo común de todas ellas, que es lo verdaderamente importante. Dime una cosa Josué, si estamos de acuerdo en lo fundamental, ¿por qué no aceptamos nuestras diferencias? Es posible que los dirigentes de cada una de las distintas formas de culto sean los culpables y hayan empañado el auténtico mensaje en su propio interés, ya que su poder es proporcional al número de fieles; fieles que mantienen gracias a esas diferencias –el padre seguía con su explicación, manifestando abiertamente que aquella cuestión le interesaba especialmente–. Que yo crea que Jesús fue el Mesías y tú todavía lo estés esperando son creencias heredadas de nuestros maestros, quiero decir que, con toda probabilidad, si tú hubieras nacido en una comunidad cristiana, en estos momentos dirigirías tus oraciones a Jesucristo y no tendrías la menor duda de que fue el Mesías y el hijo de Dios. ¿No te parece absurdo que la verdadera identidad de Jesús dependa de que quien hable de él pertenezca a una religión u otra por puro azar? De todas formas, si quieres saber si fue el Mesías o no, deberías de buscar tú mismo la respuesta, porque si yo intentara aclarar tu duda, en el fondo, pensarías que detrás de mis explicaciones se encierra cierto intento de manipulación para captar fieles y, créeme, nada más lejos de mi intención. ¿Por qué crees que me mandan tan lejos? Se me escapan los peces más gordos, no tengo el poder de convencer y en la comunidad a la que pertenecía en un principio provocaba más perjuicio que beneficio.
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Yo seguía sus palabras con gran atención, nunca me habían hablado en aquellos términos sobre un tema tan crucial en mi religión.
–Y después de este discurso –continuó ahora con su acostumbrado tono amable–, déjame decirte que no me cabe ninguna duda de que Jesús fue un judío extraordinario, fiel al mensaje del Padre hasta su muerte, y que cuando he sido asaltado por alguna vacilación sobre si fue o no el esperado Mesías, he buscado la respuesta en su propio ejemplo y mis dudas se han disipado como la noche cuando es sorprendida por el resplandeciente sol.
–Pero… aceptar que una de las religiones está en lo cierto sobre este tipo de cuestiones implica también admitir que las demás están equivocadas –dije en un nuevo intento de encontrar la respuesta.
–Déjame contarte una historia Josué: Hubo una vez un pueblo nómada que llevaba varios días sediento porque no encontraba agua a su paso. Dos de sus hombres, desesperados por la dura situación, decidieron buscar nuevas rutas. Cada uno de ellos propuso un camino diferente, convencido de que su propuesta era la más acertada. Finalmente, el grupo se dividió: unos siguieron al líder que proponía desviarse hacía la derecha y otros al que opinaba que era mucho mejor la ruta de la izquierda. Al día siguiente, los dos grupos se volvieron a encontrar a las orillas de un claro y fresco arroyo que calmó la sed de todos. Solo perdieron la vida aquellos que dejaron de caminar, en uno y otro grupo, faltos de esperanza. Dime, Josué: ¿Quién crees tú que estaba equivocado?
Había prestado gran atención a la historia del padre Marcus y elaboré mi respuesta con suma rapidez:
–Los que dejaron de caminar por falta de esperanza.
–Bien, Josué, tú mismo has disipado tus dudas –dijo el sacerdote dando por terminada la conversación.
Pero no estábamos solos en el camarote, desde una de las literas salió la voz de su ocupante. Un hombre de unos treinta años, que durante el tiempo que llevaba viajando con nosotros apenas se había dignado a saludar. Se incorporó y, mirando en nuestra dirección, nos sorprendió con una pregunta:
–Y ¿qué pasa si decides emprender tu propia búsqueda y no formar parte de ningún grupo? Como usted mismo ha dicho, lo importante es no desfallecer y conservar la esperanza –dijo mirando ahora directamente al padre Marcus.
El sacerdote contestó con gran aplomo a la cuestión del nuevo miembro de la tertulia:
–Supongo que nada, si finalmente llegas al arroyo y calmas tu sed. Pero déjeme decirle que si el camino ya es lo bastante duro estando acompañado de personas que te apoyan y alientan cada vez que te sientes abordado por el desánimo, mucho más lo será si no cuentas con esa ayuda. No es baladí el carácter milenario de las distintas religiones, realmente han calmado la sed de muchos de sus fieles. Y ¿con quién tengo el gusto de conversar? –dijo para finalizar su intervención, tirando de su alzacuellos hacía fuera en un intento de dar un leve descanso a su oprimida y seca garganta.
–Ian, Ian Newman. Gracias por contestar a mi pregunta padre Marcus. –Seguidamente volvió a echarse en su cama, aparentemente satisfecho por la respuesta obtenida».
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